Todas las personas, por el mero hecho de serlo, merecen nuestro respeto. No hay condición de la misma que nos tenga que hacer perdérselo que tenga que ver con el sexo, la orientación sexual, la raza o las creencias religiosas.
Otro concepto, que va muy al hilo del respeto, es el del honor, vinculado, según el diccionario, a "la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo o de uno/a mismo/a". Servir con honor en determinadas instituciones, como en el ejército, es conseguir una muy buena reputación, la gloria, ganada por mérito o por acciones heroicas, volviendo al diccionario. Está en la mano de alguien conseguirlo pero, como no siempre pasa con el dinero, se obtiene con verdad y con sacrificio, y su pérdida implica, en la mayoría de los casos, nunca poder recuperarlo.
Por el respeto o el honor que muchas personas merecen, es por lo que, en muchas ocasiones, nos vemos tentados/as de rendirles homenaje. Bien podemos hacerlo regalándole un ramo de flores o unas bonitas palabras dichas o escritas en un lugar en el que las vea cuanta más gente mejor. Y también, y aquí es cuando la cosa se pone interesante, mediante un tatuaje. Veamos.
Habitualmente, pensamos que un héroe o en una heroína lo son porque tienen superpoderes, sobre todo cuando somos demasiado niños/as para poder entenderlo. Ya de más mayores, conseguimos reconocer que lo son porque han conseguido hacer algo realmente grande por la salvación por el mundo.
Es bonito conocer historias como la de Malcom X, un influyente norteamericano que basó su discurso en denunciar la desigualdad entre negros/as y blancos/as en Estados Unidos. O la de Mahatma Gandhi, un pacifista indio que luchó por la justicia para la ideó métodos de lucha antes no conocido, como la huelga de hambre, o defendiendo incluso la desobediencia civil.
O la de Anna Politkóvskaya, una periodista rusa y estadounidense que murió por defender la vulneración de los derechos en la guerra de Chechenia y, en general, en Rusia, frente al presidente Vladímir Putin. Sus sacrificios bien merecerían tatuajes, en el que se recogieran, por ejemplo, sus palabras.
Ellos y ella han pasado a la historia y son conocidos por muchísima gente en el mundo, que al menos conocen sus nombres aunque no tanto su obra. Pero a diario convivimos con personas a las que rendiríamos homenajes en forma de tatuajes por el respeto que les infundimos. Desgraciadamente, muchos/as no aprendemos a valorarlo lo suficiente hasta que no se marchan de nuestras vidas.
Hablamos, por ejemplo, de nuestras madres. No es solo que a ellas le debamos la vida biológicamente, sino que velan por nuestro bienestar desde que somos pequeños/as hasta que tienen que dejarnos. Trabajan fuera de casa para poder invertir en nuestra educación, alimentación y vestimenta; dentro de casa para que todo esté listo, y porque continúan sometidas a los roles de género; se convierten en nuestras tutoras desde que nos ayudan con los deberes hasta que nos educan en valores, en nuestras psicólogas cuando estamos tristes, en nuestras consejeras ante todo tipo de situaciones...
Es por ello que hay muchas personas que se realizan un tatuaje del rostro o el nombre de su madre, o también de su pareja, de su amigo/a o de algún otro familiar al que considera su héroe o heroína. No nos engañemos, ser madre no es nada fácil, es el reto más grande que te propone la vida. Por eso, hay que saber reconocerlas a ellas (como a los padres, claro está), como las historias de aquellos que se han entregado de forma altruista, por amor, pero sin conocernos a todos/as.
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